Ya
por la carretera, en el último trecho, antes del arroyo, un señor
con quien logramos conversar un rato, me había dicho que Pedro -o
Nerúngumu, su nombre en lengua Iku-
era su tío. Yo lo dudé, pues el hombre era claramente de más edad
que mi amigo. Intenté objetar, pero no me escuchó bien y más bien
me despedí y seguí mi camino. Él iba para el otro lado. Ya en
Nabusimake, poco después de haber pasado las primeras casas, las que
me parecieron más bonitas, continué por la carretera, viendo casas
a lado y lado, formando grupos caprichosamente, iba preguntando a
quienes veía, y a veces, si no veia a nadie, me asomaba a alguna
casa. A veces la gente no salía, entonces intuía que podía estar
solo la mujer con los niños, y otras veces, me decían que no lo
conocían. Un hombre joven me indicó que debía llegar a una lata y
subir y luego derecho derecho. La lata, vi poco más adelante, es una
valla que da la bienvenida a Nabusimake, exaltando su valor como
sitio de armonía con la naturaleza. En mis notas rápidas de ese
día, me puse la tarea de copiar su contenido o de tomarle una foto,
pero no hice ni lo uno ni lo otro. En ese punto, una puerta entra en
un potrero y se podría seguir un camino de travesía hacia arriba.
Pero también la carretera se bifurca. Una sigue hacia abajo y otra
sigue realmente derecho. Entré en duda sobre lo que me había
querido decir el joven y decidí regresarme hasta una casa donde se
escuchaba un machete cortando algo.
La
del machete era una mujer, Seinadiya, según le entendí, ella me
dijo que Nerúngumu era su cuñado, y me dio unas indicaciones
parecidas a las del joven anterior, pero aclarando que “por arriba”
se refereía a la carretera, no al camino de travesía del potrero.
Así que caminé un buen rato por la carretera siguiendo unas
indicaciones adicionales que ya no recuerdo. Entonces fue cuando vi
el poblado de Nabusimake. Es imposible no darse cuenta. Parece una
ciudad amurallada, pero cuyas murallas no se levantaron para
proteger, sino apenas para servir de muro a una buena zanja que
circunda el poblado, que tiene quizás alrededor de dos hectáreas.
Por la zanja, pensé en un castillo medieval. Pero a pesar de que
tiene su puerta principal, hay tronquitos que salvan la zanja por
varias partes y facilitan la entrada. Incluso, por el lado de la
puerta principal, cuando entré (esto fue al día siguiente), la
puerta estaba cerrada. En cambio, había una escalerita tallada en un
tronco grueso, que sube y baja la murallita, que tiene, por el lado
de la puerta, algo más de un metro de alta.
Las
indicaciones incluían algo sobre seguir de largo por el poblado y
pasar un campo de fútbol. Tuve que volver a preguntar, porque algo
me habían dicho de un puente, que aún no veía. El río sonaba ya
más adelante (al día siguiente vi que el puente por ahí ya estaba
cerca). Unos señores mayores me indicaron cuál era la casa,
señalándola con el dedo. Pero esa casa estaba cerrada con candado.
Es decir, la puerta tenía una cerca de reja, que estaba protegida
con un grueso candado. Llamé desde afuera varias veces y nadie
salió. Circundé el predio or la derecha, pero tampoco vi señales
de que hubiera alguien a quien preguntar. Pregunté en la casa de al
lado y, por los gestos, entre lo que pude entender, había que entrar
por el otro lado. Intenté circundar por ahí, pero los predios
estaban pegados con los de los vecinos. ¿Por dónde entrar? Al fin,
alguien me indicó que debía dar la vuelta al grupo de casas, pero
no había calle por donde se pudiera pasar. Unos vecinos me indicaron
que había que pasar por su casa, pero al llegar a la casa de atrás
de la de Pedro, unos jóvenes me dijeron que allí no había nadie.
Entonces, uno de ellos, pensando, me dijo algo como: -Un momento,
usted no está buscando a Pedro, el de la muleta?-, -Sí, a él estoy
buscando-. Entonces me dio otras indicaciones, según las cuales
tenía que regresarme un buen trecho, buscando un puente diferente.
Ya
para ese momento llevaba más de una hora buscando a Pedro y según
lo que escuchaba, era un largo camino hasta su casa. No me desanimé
aunque estaba exhausto. Seguí las nuevas indicaciones y pasé de
nuevo por un lado de el poblado, pero por el lado de abajo, luego me
desorienté y volví a preguntar. Unas tres personas no sabían. Un
joven en la puerta de una finca hermosa, con puerta grande de madera,
me mostró que ya estaba cerca del puente que buscaba y me pudo dar
instrucciones más claras. Muy precisas incluso: pasando al otro lado
del puente, a mano izquierda, debía caminar y cruzar tres arroyos y
ya por ahí volvía a preguntar, que estaría muy cerca. Así lo
hice, pero no encontraba los arroyos y volví a preguntar.
Afortunadamente a este lado del río ya todos conocían a Pedro y una
señora me volvió a decir lo de los tres arroyos. Justo al llegar al
tercero, sin cruzarlo, debía tomar un camino a mano izquierda,
apartarme del rio y llegar a un grupo de casas que es el de la
familia de Pedro. Así hice, el camino subía por un pedacito
pendiente de tierra negra, una pequeña galería del arroyo número
tres, y luego llegaba a una sola casa. Sospeché que no era allí,
pero las instrucciones habían sido tan precisas... Un perro pequeño
pero bravo defendía su territorio con valor. Era blanquito, motoso y
estaba sucio. Parecía que el camino conducía a más casas, pero el
perrito no me dejaría pasar. Así que me regresé un poco y me
encaramé por el barranco. Temí que el peso de la maleta me echara a
rodar hacia el arroyo, pues estaba ya alto y la subida había sido
resbalosa y pendiente. Tuve éxito en burlar al perrito, pero me tocó
pasarme la cerca de la parte de arriba del predio para que se
calmara. Ahí me dí cuenta que no había más casas hacia arriba y
que me había metido en un bosquecito ralo de arbustos que solo
llevaba al monte. ¿Cómo devolverme? No quería llamar la atención
y donde estaba sentía que cualquier habitante podía estarme mirando
y pensando si yo me iba a meter a esa casa a robar. Me mamé, pensé,
me quité la maleta y la dejé allí, al lado de la cerca, para
inspeccionar un poco, aprovechar la magnífica vista que tenía de
Nabusimake desde allí, y ver por dónde putas bajaba.
En
poco tiempo, me calmé, y vi que el vecino de al lado sí estaba en
su casa, y que al parecer, la entrada principal para la casa del
perrito mamón, era precisamente por donde ese vecino. Allí unos
niños llamaron a un señor y él me indicó que debía bajar por su
casa al camino principal otra vez, por el lado del río, y atravesar
la zanja para ahí sí, subir a buscar la casa de Pedro. La señora
me había dado una instrucción ligéramente errónea. Pero, bueno,
disfruté la vista. Tuve que regresar por la maleta y, ya animado de
nuevo, bajar al rio y entrar por el camino que sí era. Por allí,
crucé una puerta de madera, fui preguntando en las casas que vi a la
izquierda del camino, y a la tercera o cuarta, no recuerdo bien,
llegué a la casa de Pedro.
Un
perrito flaco ladraba insistentemente y me amenazaba, pero yo había
ya perdido el temor a los perros de esta región. Me hice la
sensación de que realmente en este camino recorrido los perros no
tienen intención de morder, sino tan solo de avisar. Solo el perro
que me había sorprendido en el atardecer del día anterior parecía
que quizás pretendió morder, pero con poco compromiso, más bien él
pasó de largo asustado que en actitud de herirme. Un señor que se
movía pausadamente, con el pelo gris, no blanco, salió a ver qué
necesitaba yo. Tuve la sensación de que no me comprendía muy bien
sobre lo que yo buscaba. A lo mejor algo de desconfianza, finalmente,
yo era un extraño en ese momento. Un momento después me decía que
Pedro sí vivía ahí, que es su hijo, pero que no estaba, que él
trabaja en Valledupar. Me invitó a seguir y nos presentamos. Estaban
él, su esposa y su hija, con un par de nietos -niña y niño-.
Expliqué que llevaba un presente para Pedro y que lo quería
entregar. Preguntaron cómo había venido, cuándo había llegado...
Conté. Ellos se miraron, no demasiado expresivos y ya. También les
dije que había intentado llamar a Pedro antes de viajar, pero que no
contesta al teléfono y pregunté si tenían el teléfono actual. La
señora lo tenía guardado en un viejo monedero de donde sacó
primero otro papelito, muy parecido, con el nombre de otra persona y
un número. Le dije el nombre de la persona y se apresuró a
cambiármelo, al darse cuenta de que me había dado el papelito
equivocado. Eran trozos de papel de cuaderno rayado, amarillento. Le
ofecí la bolsa de tumes explicando que eran para Pedro y ofrecí a
ellos tumes aparte de los de la bolsa, para que los probaran. No
tenía confianza como para decir algo pretendidamente chistoso, así
que tampoco me atreví a preguntar si estaba bueno, si conocían los
tumes... Respeto el silencio y el ritmo pausado, precavido de hacer
conversación en estos casos.
Había
comprado los tumes en el parador de carretera del bus
Bogotá-Valledupar y al abrir el primero, hacía un día, por el
camino, en un momento de hambre y cansancio, había descubierto con
emoción, que estos tumes no tenían bolsa por dentro. ¡El bocadillo
estaba directamente en contacto con el dulce de guayaba! ¡Tenía
años que no veía un tume así! Supuestamente, por higiene, alguna
directriz sanitaria generó hace años que los que se venden en
Bogotá tengan un plástico que separa la hoja del dulce de guayaba.
¡Dañaron los tumes! Pensé la primera vez que encontré la
desagradable sorpresa al regresar de Barcelona, en 2008. Pero estos
tumes eran legítimos, a la antigua. Por otra parte, menos
contaminantes, pues en términos de biodegradabilidad, el plástico
atravesado en un tume tradicional es un crimen. Ahora me sentía
complacido de regalar algo rico, tradicional, de otra región y que
no tuviera plástico por dentro.
Continuar
la conversación me parecía algo difícil. Yo nunca había ido por
allá. No conocía las formas habituales del trato entre las
personas. No sabía si ellos me entendían todo o si tenían que haer
esfuerzo para ello y me parecía descortés preguntarlo. ¡Una
complicación! Pero por otro lado, me sentía tan cansado que ansiaba
que me invitaran a pasar un rato allí, con ellos, descansando. No
pediría posada directamente pues ellos no me conocían. ¿Qué tal
que yo fuera un mentiroso? Uno nunca sabe... Yo tampoco sé si ellos
tienen algún enemigo, alguien que quisiera dañarlos con algún
engaño de este tipo. Cualquiera de estas preguntas es una
descortesía en la primera vez que saludas a alguien que no ha pedido
verte. Así que me limité a explicar que quería dejar una nota a
Pedro, para que entendiera de quién era el regalo. Don Aniceto,
pensaba y pensaba con una chirimoya gigante entre sus manos, hasta
que se atrevió a regalarmela. Estaba madura y lista para comer. Yo
la recibí con mucho agrado. Pero ahora no recuerdo si la comí
inmediatamente con fruición, o si la guardé para después. Si la
comí allí, ¿la compartí? Es lo lógico, no? O debería comerla
completa mostrando agrado por el regalo? No me acuerdo qué hice.
Hiciera
lo que hiciera, me fui despidiendo y dando las gracias. Mientras por
dentro pensaba en qué haría. Dónde me dejarían colgar el
chinchorro. Cuánto más tendría que caminar para poder descansar un
poquito. Para mi fortuna, don Aniceto me dijo, antes de que me fuera,
-¿Por qué no se queda aquí?-. Consultó con su esposa brevemente
con la mirada y un cruce de palabras rápido que obviamente no
entendí, y me llevaron al cuarto de Pedro, que realmente era
espacioso y cómodo. Con el piso de concreto bien alisado, era un
lujo realmente. Tenía un espacio que servía como estudio-cocina,
con una mesa grande, un platero metálico fijo a la pared, con unos
pocos trastos limpios, y en el otro extremo del cuarto dos camas. Por
indicación de doña Celia sobre de dónde podía tomar las cobijas,
vi una separación entre ambas áreas. Era un palo largo colgado del
techo del cual colgaban cobijas, algunas prendas de ropa y una
especie de cortina. El techo era de teja eternit, distribuida en dos
aguas a lo largo de la habitación, sin cielo rasos ni nada parecido.
En una caja llena de libros, al lado de las camas, me llamó la
atención un diccionario Iku
escrito como parte de un proyecto apoyado por el gobierno vasco, y
dirigido por un lingüísta vasco. El diccionario no era Iku-español,
sino Iku-Iku.
Pensé: ¡vaya vascos!, tal para cual. Los indígenas de la Sierra
Nevada han sido firmes en seguir fieles a sus tradiciones. No podían
tener mejor aliado en estos tiempos.
Para
ofrecer algo a cambio de la posada, fui a comprar cosas a la tienda
más cercana, y descubrí que allí venden minutos de Movistar
(Claro, había visto yo que no tiene cobertura), y que también
alquilan cuartos a los visitantes. También, ofrecí llamar a Pedro,
para saber cuándo venía. No hubiera sido tan grave si no me
hubieran ofrecido posada, después de todo. Pero ya que me la
ofrecieron, mucho mejor. Por otra parte, lo que hablé por teléfono
con Pedro nos dejó tranquilos a todos. Yo acordé una cita con él
al día siguiente en Valledupar, y él me dijo que podía decirle a
sus padres que él llegaba el 30 o 31 de diciembre. No pudimos hablar
más porque de todas maneras la cobertura es muy mala y ya no se
entendía lo que el uno ni el otro decía. Lo último que le pude
entender fue algo como: -Javier, es inútil, que hablemos más ahora
es tiempo perdido... Aproveché entonces para reservar el puesto en
el carro del mediodía del día siguiente para Pueblo Bello. Es el
único que salía ese día. Regresé a casa con el recado de mi
amigo. No hubo excitación o sobresalto en la noticia. Parecía que
en el fondo ya lo sabían. El almuerzo fue bocachico seco sudado, con
patacón y arroz. Estaba delicioso, pero no hablábamos mucho, la
verdad. Alguien volvió a preguntar lo de cómo había llegado hasta
allí y conté brevemente, sin estar muy seguro de que me entendían
todo, pero alguna conversación se generó, sobre todo con doña
Celia, la mamá de Pedro. Los niños de Sonia, la hermana de Pedro,
eran atentos conmigo. Como una atención más, ofrecí tinto,
orgullosamente cocinado en la estufita de campingaz que llevaba y que
gustó mucho a doña Celia. Ahí charlamos otro poco. Ella preguntaba
y yo explicaba cosas de lo que hacía yo. Creo que se quedó más
tranquila después de eso.
También
apareció otro sobrino de Pedro, adolescente, quien me hizo
conversación más de una hora esa noche. Le gustaba hablar de sus
caminatas a Pueblo Bello, presumía de caminar rápido y mucho. Podía
ir y volver el mismo día caminando. También me contó que ese año
decidió no estudiar más. Le gusta más el trabajo del campo. Este
año hizo su primer sembrado de papa.
Esa
noche dormí muy bien. El cansancio acumulado de los últimos días
se apoderó de mí y tuve un solo sueño desde las 9:30 p.m hasta las
7 a.m del otro día. Ya me habían dicho que no era necesario que
madrugara mucho. Ellos tampoco tenían pensado levantarse muy rápído.
Al
día siguiente, no me ocupé en más búsquedas por la mañana.
Ofrecí tinto preparado con mi estufita. Conocí un par de personas
más en casa de don Aniceto y doña Celia, me encaramé en el alto
más alto que hay detrás de la casa de ellos, hasta un descampado
desde donde se deberían ver los picos nevados de la Sierra, pero no
se pudo. Apenas comencé a caminar, se fueron tapando de nubes, y
cuando llegué ya solo se podía intuir que ahí era donde estaban.
En todo caso, el camino fue ya diferente a los dos días anteriores.
Sin maletas encima me sentía vigoroso y subí en un momento. A la
bajada, por la cantidad de bifurcaciones menores, me pasé un poco y
entré por una casa diferente, un poco más abajo de la casa de
Pedro, desembocando en un camino aún de herradura, pero mayor,
notablemente importante. Luego los padres de Pedro me explicaron que
ese camino conduce a Las Cajas. Entonces pensé que de no haberme
separado del camino que llevaba inicialmente el día anterior, de
todas maneras hubiera llegado a Nabusimake. En todo caso, aún me
quedó tiempo para caminar hasta al poblado propiamente, el que está
construido en piedra y que parece como dar un salto en el tiempo. El
mismo que ví el día anterior pero que pasé de largo, afanado en
encontrar la casa de Pedro. Fue un paso muy rápido, de todas
maneras, porque sólo tenía hasta el mediodía para mis caprichos.
Allí fui a la tienda de la cooperativa, que al decir de doña
Octavia, la señora joven que me atendía en la otra tienda, era la
más grande y surtida de Nabusimake. En la cooperativa habia tres
indígenas: el que atendía y dos clientes. Yo vi cantidades de cosas
útiles para el campo y nada turístico. Bien, pensé, ¿qué pido
aquí? Así que me pedí una Pony Malta y unos panes, como si
estuviera en la Bogotá de mis tiempos de estudiante. Hablé poco,
miré mucho y olvidé la mayoría de las cosas. La sensación era
fresca, el lugar oscuro, es decir, sin ventanas. Aunque entraba mucha
luz por las puertas pues el día era realmente caluroso. El pueblo
parecía desierto, varias casas estaban con candado y poca gente se
veía en la calle. Así que me regresé corriendo para alcanzar a
meterme rápidamente en el río, como ya había hecho la noche
anterior, despedirme y montarme en el carro, una toyota cabinada de
un modelo de los años 90, que no recuerdo. Nos llevó en un par de
horas a Pueblo Bello, a mí y a seis personas más.
La
búsqueda de Pedro finalizó esa tarde. Lo llamé desde Pueblo Bello,
mientras esperaba el colectivo de Cotransnevada. Llegué a Valledupar
como a las 4:30. Intenté caminar hacia el hotel que me recomendó
Pedro -el Eupari-, para familiarizarme con las calles, pero
rápidamente sucumbí a la tentación de los moto-taxis. El que me
llevó me cobró 3.000 pesos (Pedro se sorprendió de que mne hubiera
llevado y me explicó que en Valledupar los moto-taxistas solo
llevaban mujeres y personas con discapacidad, pues un hombre les
podría robar la moto). El sector me pareció bonito, con las calles
estrechas que normalmente me cautivan y en la noche la iluminación
ténue que da un aspecto romántico, que no pude disfrutar realmente.
La cita fue a las 6:30 p.m. en la casa indígena donde trabaja Pedro.
Él me quería mostrar su lugar de trabajo, a sus compañeros y
compañeras, y salir desde allí para su casa, donde luego cenamos
algo preparado por su esposa que tenía pollo y bastante ensalada.
Charlamos de todo: de la historia de Dusakawi -la EPS que iniciaron
los arhuacos y que luego se extendió a las cuatro comunidades de la
Sierra, más los Wayuú y los U'wa-, de las relaciones de los líderes
indígenas con el mundo de la política en Valledupar, de su proceso
y del mío, de cuando éramos estudiantes en Bogotá, de los amigos
comunes y sus pasos y destinos, etc. Yo ofrecí compartir mi
descubrimiento más reciente: el cherrinche aromatizado con tomillo
que compré en la tienda donde la señora Octavia. Pedro aceptó
encantado. Ya su esposa se había vinculado a la conversación y por
un rato charlamos de cualquier tema que fuera apareciendo. Aceptó
también el cherrinche, y en un rato nos lo acabamos. Alcanzamos
incluso a hacer un negocio con Pedro. Le propuse hacer un trueque de
la estufita de campingaz por una mochila arhuaca que le vi
intenciones de ofrecerme. Le mostré cómo se manejaba y pareció
interesarle, así que hicimos negocio. Me trajo una mochila de lana
muy bonita, que fue la del trueque y otra más de fique, que fue como
presente para mí.
Un
vecino cocainómano, pero inofensivo, se asomó a la ventana para
pedir algo de dinero. Era conocido de la casa e Ignacia, la esposa de
Pedro lo trataba bien. A las 2:30 ó 3 de la mañana (no recuerdo
bien), él se encargó de acompañarme a tomar el taxi, pues a las
4:30 salía el bus del que yo había comprado tiquete hacia Santa
Marta. Mi plan ese día era caretear en Taganga y por la tarde salir
hacia Barranquilla, a visitar a mi tío Salvador, el que ofreció
apoyo a mi papá cuando él viajó de Chiscas (Boyacá) a la costa en
la década de 1960, para terminar su bachillerato. El último de sus
hermanos y hermanas que aún vive. Él es hermano de mi abuela
Bárbara, quien murió hace dos años. Mis recuerdos se preparaban ya
para la visita a mi tío mientras me quedé dormido en el bus, que
tenía un aire acondicionado infernalmente frío, hasta que llegamos
a Santa Marta.
La
mochila de lana se la regalé a mi tío Salvador. Por teléfono hablé
un par de días después. Me dijo que ya estaba en Nabusimake, pero
que aún no había usado la estufita de campingaz. La señal no era
buena, así que no pudimos hablar mucho. Lo incluí luego en la lista
de whastapp “Buscando a Pedro”, en la que había puesto a los
amigos a quienes pedí ayuda para ubicarlo en algún teléfono que
tuvieran y, claro, compartí ahora el teléfono correcto con ellos.
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