La búsqueda de Pedro, mi
amigo arhuaco de los tiempos de la universidad, tenía algo de
místico, por los contenidos de nuestras conversaciones en esa época.
Ambos teníamos inclinaciones “trascendentales”. En mí, estaba
más reciente la salida de la influencia de los jesuítas, con
quienes casi me voy al finalizar bachillerato. Él tenía en sus
intenciones prepararse para ser un Mamo de la Sierra. Así que en
nuestras conversaciones el sentido de la vida, de los estudios, del
aprender, etc. eran temas comunes. También éramos compinches
ocasionales algún viernes por la noche en planes festivos
improvisados.
Por correo electrónico hace un par de
años habíamos planeado una visita a Nabusimake y él me había
dicho con sorna: -aquí lo ponemos a trabajar en alguna cosa-. Pero
ese fin de año otro plan se atravesó y no pudimos ir a la Sierra.
En esta ocasión, había un compromiso que me creé yo mismo a partir
de esta historia intermitente en común. No estoy seguro de que
después de tantos años, realmente Pedro se tomara en serio lo de
que iría a la Sierra a visitarlo. Yo caminaba, primero por el
sendero que conduce de Pueblo Bello a Las Cajas, en sentido
este-oeste. Luego en sentido sur-norte, por un sendero mucho menor,
de travesía, que se apartaba del primero y señalaba hacía las
montañas más altas de la Sierra. Y al mismo tiempo pensaba en cómo
sería el reencuentro. Iba contento de estar fuera de cobertura por
un tiempo. Verifiqué que el celular que llevaba ya no tenía señal,
tomé algunas fotos con él y lo apagué. Seguí tomando fotos con
una cámara fotográfica. No tener señal de teléfono me hizo sentir
tranquilo. En los últimos días, había recibido cantidades de
mensajes de las listas de amigos, por whatsapp,
con mensajes de feliz navidad. Algo afectivo también me afectaba y
estar aparte sentía que me ayudaba.
Entrar en la Sierra caminando, con todo
mi equipaje, aunque fuera pesado, por un camino que no era de carros,
me hacía sentir libertad. La casi certeza de que no llegaría esa
noche me hacía sentir que tendría un encuentro con la montaña,
con algo espiritual que había en la montaña y que dicho encuentro
sería personal. Pero mis limitaciones con el idioma, el acento, el
temor a ser reprendido por alguien que opinara que yo no tenía
permiso para subir, me ponían en una situación de relativo abandono
durante el viaje. Cuando me separé del camino hacia Las Cajas, pensé
que estaría descubriendo un camino más corto, frecuentado solo por
campesinos e indígenas locales. La travesía que tomé por momentos
parecía que se convertía solo en el camino hacia una casa. En una
de estas casas, en la profundidad de un bosque de galería de un
arroyo mediano, bastante tupido, donde escuché a una familia
trabajar recogiendo leña o cortando algo en un montecito, un hombre
joven me señaló que estaba en el camino correcto y me dijo que
llegaría a la carretera de nuevo. Al llegar a la carretera
principal, tendría que atravesarla y seguir derecho para llegar a
Nabusimake. Sin embargo, llegué e ese punto de la carretera a las
6:30 p.m. Ya con poca luz del día.
¿Dónde dormir? No había luna llena,
así que caminar de noche no era buena idea. En una casa que había
cerca del lugar en que llegué a la carretera, llamé para pedir que
me dejaran guindar mi chinchorro para dormir. Pero la mujer del lugar
al parecer no me entendió, o le dio miedo. Así que tras llamar un
rato y preguntar desde lejos, sin obtener respuesta que pudiera
entender, seguí mi camino. Un perro en la oscuridad, apareció de
improviso en la oscuridad desde algún lugar donde estaba camuflado y
trató de atacarme, pero se percató de que yo ya lo había visto y
no se acercó tanto. Se acerco y se alejó gruñendo y corriendo como
una pequeña avalancha. También tenía hambre, pero no me mordió. Pensé que la señora que me miró
desde lejos no me entendió, o que estaría sin su marido y
desconfiaba. Igual el señor joven
que me había dado las indicaciones antes en el sendero, se había
hecho entender con dificultad. Lo mismo que con los señores a quienes pedí permiso
en el pueblo. Especialmente con el que se quedó con las bolitas de tamarindo, no hubíamos tenido prácticamente comprensión mutua.
Igual yo ya había pensado en la posibilidad de dormir a la intemperie. Por eso traía mi chinchorro, y estaba en condiciones de prepararme un arroz con sardinas y comer caliente antes de acostarme. Ahora, acababa de salir a la carretera y, según la indicación que había recibido cuando tomé el sendero que se apartaba del camino de Las Cajas (ver foto), debía cruzar la carretera y seguir subiendo derecho. Yo pensaba en un camino subiendo por una ladera larga, así que me había parecido lógica la indicación. En la oscuridad que ya había vi una especie de sendero que se iniciaba un poco más adelante al otro lado de la carretera, me encaramé como pude y caminé un rato por él. Me dí cuenta de que el sendero iba apenas paralelo a la carretera y que no había manera de continuar caminando hacia arriba por ahí, pues era muy escarpardo. Entonces desde mi sendero pregunté a unos hombres y un niño si iba en esa dirección hacia Nabusimake. Ellos me dijeron que sí, pero por la carretera, que era el camino más recto desde aquí. Bajé con cuidado el barranquito sobre el que se apoyaba al falso camino que yo había tomado, imaginando que la gente de ahí estaría pensando algo como "turista aventurero tonto".
Una vez en la carretera, sentí la tranquilidad que da el saber que caminando por allí no había pierde. Los mismos que me hicieron bajar del barranco me dijeron que quizás llegaría a la medianoche siguiendo la carretera. Así que llegué a pensar esa posibilidad. Pero con mi maleta pesada, era demasiado pedirle al cuerpo. A las 8 p.m. a un lado de la carretera, en un lugar donde soplaba el viento, una bifurcación donde dudé cuál sería el camino correcto, paré a hacerme la comida: arroz con sardinas, usando el campingaz recién arreglado. A mi paso por Bogotá había tenido tiempo de buscar quien me ayudara a arreglar el campingaz, que al parecer estaba tapado, pues el cilindro tenía gas aún, pero no prendía. En Manizales, en la tienda de deportes y acampada, que hay detrás de la gobernación (olvidé su nombre, pero es la única de este tipo allí, fácil de encontrar), la habíamos incluso probado con otro cilindro lleno y tampoco había funcionado. En Bogotá, pasé por los almacenes agrícolas de la 74, hasta que en uno de ellos me dijeron que seguro en las ferreterías de San Victorino, abajo de la Caracas, por las calles 11 y 12, lo podría encontrar. El lugar lo encontré el mismo día que emprendí el viaje, el 26 de diciembre en la mañana. Es la Ferretería Hamburgo, sobre la calle 12, una cuadra y media de la Caracas. El hombre, mayor, me recordó en el aspecto a mi tío Ernesto, quien tuvo una relojería cerca de allí, en la Jiménez con décima muchos años. El ferretero me dijo inicialmente que ellos no trabajaban con eso. Pero me pidió que le mostrara el campingaz, diciendo -Eso debe ser el fistico. Esto tiene un fistico, hijo-. Lo desenrroscó rapidamente, mientras continuaba: -Esto es muy fácil de arreglar, se puede tapar con cualquier poquito de agua que venga en el tanque. Lo único que hay que tener cuidado es con desatarparlo con algo que sea muy delgado, para no abrir más el fisto-. Me mostró una herramienta que parecía una aguja de crochet, pero la punta era un hilo metálico superdelgado. Mientras lo desatapaba, que fue cosa de segundos, me trataba con cariño: -Tiene que aprender a arreglar su herramienta, hijo, porque si se le daña esto entonces se queda sin la comida, mire bien...- Lo enrroscó de nuevo y le puso el fogóncito para probarlo. Funcionó. Había tardado dos minutos en total. No me cobró nada por ello. Me vendió la herramienta de destapar el fisto en 2.000 pesos y me despedí contento y agradecido, pensando en la ternura con que me había tratado este señor, en este sector de Bogotá donde todo el mundo espera rudeza. La ferretería está a una cuadra de la Iglesia del Voto Nacional, cerca de ahí deambulan muchos trabajadores sencillos, mezclados con habitantes de la calle y consumidores de cocaína que pululan por los alrededores del Bronx, el mayor expendio de drogas de la ciudad desde que se demolió la calle del cartucho.
Recordaba este y otros episodios previos del viaje, mientras prendía la estufa de campingaz y preparaba mi arroz con sardinas en un lugar incómodo, pues no había encontrado a los lados de la carretera un lugar plano o descampado. Había subido una zona boscosa espesa y sin caminos que se apartaran. A parte estaba oscuro y no era fácil adivinar por donde meterse. Pasaron dos familias que yo había sobrepasado en la caminata. Los saludé desde lejos, sin caer en cuenta de interrogarlos sobre cual de los caminos de era el correcto. Luego no pasó nadie más Decidí pasar la noche por ahí, y preguntar a la mañana siguiente al primero que viera.
Recordaba este y otros episodios previos del viaje, mientras prendía la estufa de campingaz y preparaba mi arroz con sardinas en un lugar incómodo, pues no había encontrado a los lados de la carretera un lugar plano o descampado. Había subido una zona boscosa espesa y sin caminos que se apartaran. A parte estaba oscuro y no era fácil adivinar por donde meterse. Pasaron dos familias que yo había sobrepasado en la caminata. Los saludé desde lejos, sin caer en cuenta de interrogarlos sobre cual de los caminos de era el correcto. Luego no pasó nadie más Decidí pasar la noche por ahí, y preguntar a la mañana siguiente al primero que viera.
Pero
el lugar era incómodo. Al lado del cruce, la caída de arena y
cascajo empleados en la carretera pisada por algún trabajador, o
algo, había formado una especie de camino descendente, cortado a
unos cinco metros -un falso camino-, que sin embargo, estaba
protegido del viento. Por eso pude cocinar allí. Pero no había
donde guindar el chinchorro, ni echarse a dormir. Elegí caminar un
poco por el camino de arriba y buscar algo mejor para pasar la noche.
Pero a la mañana siguiente evaluaría por dónde era el camino.
Andando en la oscuridad, me pareció evidente que el camino no era
ese. La ruta que tomaba era la de una quebrada que seguramente el
otro camino cruzaba. Y al otro lado de la quebrada se veían montañas
más altas de la Sierra. Me detuve. Regresé un poco y vi un
descampado muy atractivo por el que se podía entrar a unos potreros
de poca pendiente. Por ahí, entre dos árboles guindé la hamaca y
pasé la noche. Unos murciélagos aleteaban alrededor y no me dejaban
tranquilo. Yo me hice un ovillo en mi chinchorro minúsculo que había
comprado hace tiempo pensando en un viaje como este y que mientras
tanto había tenido en el patio de la casa, muerto de envidia hacia
la hamaca, más amplia y donde todo el mundo se quiere echar. Por si
acaso este fuera de los que muerden al ganado de vez en cuando, me
tapé lo más que pude con mi ruanita roja, la toalla de papel que me
habían dado en las duchas del terminal de Bogotá y al final me puse
doble ropa, pues no llevaba más mantas. Apenas acababa de comenzar
cuarto creciente. El cielo estaba muy estrellado y era hermoso. Pero
hacía un frío horrible. No me había preparado para esto. Quizás
estaba en el lugar equivocado.
No
dormí bien. Pensaba que en semejantes condiciones, si tenía un
sueño iba a ser importante. Quién sabe que entidad sobrenatural se
me manifestaría. Pero la verdad es que no aunque algo soñé, no soy
capaz de recordar nada, me parece que algo con Antonia, pero algo
triste, como para no recordar. Por la posición, me entumía
rápidamente. Así que logré dormir en períodos como de media hora
y estar despierto igualmente media hora. Cambié de lado dos veces y
decidí acostarme en el suelo. Funcionó para otros dos períodos de
sueño y luego me volví a subir al chinchorro. Pero no me aguanté y
a las 4:30 de la mañana desamarré el chinchorro y me decidí a
arriesgarme por el camino de abajo.
Cuando
llegué a la quebrada, vi que esta pasa sobre la carretera. Así que
me quité los zapatos y cruce descalzo. El agua me refrescó. Mi
cuerpo estaba cansado y pensé en bañarme ahí mismo en ese momento.
Pero no sabía en qué momento aparecería el primer carro o moto de
la mañana y tendría que mover todas mis cosas... No me animé. En
cambió si me pareció un buen lugar para hacerme el primer tinto de
la mañana. Ya eran poco más de las 5 a.m. Y aunque no había mucha
luz, me esperaban horas de camino y había que animar el cuerpo.
Mientras hacía el tinto, una luz que pensé de moto, descendía por
el otro lado de la carretera. Era de linterna. Un señor venía por
donde yo había venido, llegó al rio y pasó por un puente de madera
hacia el lado de arriba, que yo no había visto. Él me vio
calzándome los zapatos. Me dio vergüenza, aunque leve. A esa hora,
un loco de la ciudad acababa de lavarse los pies, se estaba quitando
la tierra como podía, llevaba una maleta pesadísima... Todo eso sin
necesidad. Le pregunté si por allí iba a Nabusimake y me dijo que
sí, -Derecho!- No me animé a preguntar cuánto me faltaba para
sentir más vergüenza.
Pasé
luego al lado de un colegio, cuyo nombre no me detuve a buscar, subí
otra montaña, bajé otro valle, esta vez un valle seco, que me hizo
preguntarme si realmente podía haber un lugar fértil donde habitara
gente por allí. Aquel valle seco me pareció largo desde el
comienzo, pues era evidente que había que cruzarlo y subir la
montaña del otro lado, porque aquí no quedaba Nabusimake. Entonces
pensé que realmente queda lejos esta vaina. Iba bien de fuerzas,
pues había desayunado a las 6:30 a.m., poco después del amanecer,
cuando coroné la subida antes del valle seco. Solo un poco dolorida
la espalda.
Hacia
las 9 a.m., luego de subir la montaña después del valle seco,
descendiendo del otro lado, comencé a encontrar las señales de que
ahora sí estaba llegando: un valle verde que se entreveía hacia
abajo, no muy claro, pues la carretera baja serpenteando por un cañon
pequeño, y un arroyo cristalino donde me detuve a hacer tinto de
nuevo y comer. Estaba cansadísimo y no sabía cuánto tiempo me
tomaría ya en el pueblo la búsqueda de la casa de Pedro. Mi
espectativa por cómo sería Nabusimake era alta, y venía a mi
memoria algún comentario suelto que alguna vez le oí al profesor
Juan Pablo Duque, quien se refería a la arquitectura de Nabusimake
como perfectamente integrada en el ambiente que la rodea. Había
dicho algo como que 'cuando uno va llegando a Nabusimake, no piensa
que está llegando a una ciudad, porque está tan integrada en el
ambiente, que no se nota'. Apenas unos 15 minutos después de mi
parada en el arroyo cristalino, comencé a entrar en el valle verde.
Las primeras casas y las calles que comencé a ver parecían como de
un jardín, pero no era una ciudad, o algo parecido. Más bien como
una vereda con las primeras dos o tres fincas muy bien cuidadas. La
ciudad (el poblado) vendría luego.
Ahora
sí, comenzaba la búsqueda de Pedro.
La forma difícil, siempre trae enseñanza. ......
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