
Que la cámara fallara ahora tiene dos interpretaciones
posibles, para mí. La primera es que los ríos de la selva se me resisten a ser
fotografiados. Ellos saben que lo mío no es la fotografía y que me siento mejor
contando historias. Como para la mayor parte de la gente, la cámara en los
paseos se vuelve una obsesión. Queremos capturar cada imagen bonita, para
cuando regresemos ahorrarnos explicaciones y simplemente poner el reproductor
de imágenes y que los amigos pregunten solo cuando algo les llame la atención.
Yo igual he caído en esa adicción, aunque admito que me molesta mostrar mis
fotos cuando regreso de un viaje. Siento que me callan. Es verdad que también
me callan las actitudes de “no tengo tiempo”, “cuénteme ya”, “vaya al grano”,
etc. que la gente va diciendo con sus ojos y cuerpo. Temo a esas intervenciones
así que normalmente me resumo solo y me trago la rabia que me da conmigo mismo
por no tener el valor de contar y que me valga güevo el resto del mundo.
Mejoraría la calidad de mis relatos si los pudiera contar abiertamente a
cualquier amigo que me cruce por cualquier calle en Manizales o Bogotá, pero
todos vamos tan de afán…
Si lo hicieran conmigo, me pondría nervioso, como me pasa con dos famosos profesores de mi departamento, que acostumbran hacerlo no solo en clase, sino también en los pasillos. Los envidio, pero no soy capaz de hacer lo que hacen ellos. Ahora, ¿ellos escriben lo que narran tan inoportunamente? En favor de esta hipótesis debo decir que a los diez minutos de desembarcar en algún caño del rio Guayabero, cerca de la casa de don Nepo, la cámara comenzó a funcionar nuevamente.
Si lo hicieran conmigo, me pondría nervioso, como me pasa con dos famosos profesores de mi departamento, que acostumbran hacerlo no solo en clase, sino también en los pasillos. Los envidio, pero no soy capaz de hacer lo que hacen ellos. Ahora, ¿ellos escriben lo que narran tan inoportunamente? En favor de esta hipótesis debo decir que a los diez minutos de desembarcar en algún caño del rio Guayabero, cerca de la casa de don Nepo, la cámara comenzó a funcionar nuevamente.
La segunda interpretación de por qué se me daña la cámara
cuando entro en estos ríos, es que la selva me está invitando a contemplar.
Cuando aparece un Martín Pescador compitiendo con nuestra lancha y yo me afano
a sacar mi cámara para fotografiarlo, prenderla, esperar a que haga el ruidito
de encendido y apuntar el objetivo haciendo zoom para que alcance a medio
figurar en la imagen que tomo, ya no está ahí, ni en ninguna parte. La pesca de
imágenes de animales desde una lancha en movimiento es realmente algo difícil,
aún más con una cámara digital normalita.
Ha mejorado mucho la tecnología al respecto, pero mi coordinación, mano, ojo, intuición, no es tan ágil aún para conseguir siquiera una buena foto. Es mejor la pesca a pié, metido entre el agua en alguna playa de piedra, luchando contra la corriente porque no lo haga a uno perder el equilibrio y lo tumbe dañando definitivamente el desecho de cámara que solo prende cuando a ella le gusta, y obligándome a comprar otra o a definitivamente y claudicar con la imagen, para quedarme en la narración. Mis amigos me criticaran por seguir viviendo en el siglo XIX. El XXI no dejará tiempo para leer, solo para ver; no para tratar de entender, solo para sentir. Pues yo en este momento escribo y siento. Ansío que en algún momento de la lectura, usted deje de entender y sienta algo también. Ahora estoy ligeramente agazapado para sostener el equilibrio dentro del agua, la corriente no está fuerte aquí pues el rio Losada se ensancha por aquí y tiene menos de 30 centímetros de profundidad donde estoy ahora y quizás un metro veinte centímetros en la parte más caudalosa, a unos tres metros delante de mí.
La
otra orilla está a unos cinco metros. Avanzo agachado, despacio hacia una rama donde
se posó un Martín Pescador. Sombrero negro intenso con pico hacia atrás,
aerodinámico, como el casco de un ciclista diminuto. Ala azul brillante y negra,
o ¿lomo negro que se confunde con el ala? No logro distinguir bien. Cuello y
pecho blancos, contrastando con los otros colores oscuros. ¿Cómo hace para
tener las plumas blancas tan blancas? En esta selva donde todo puede mancharlo,
un prodigio de la naturaleza conserva un blanco tan limpio como si lo hubieran
desteñido en límpido, clorox, o lejía. Dos veces el pájaro se me ha escapado
cuando aproximo el zoom. Es difícil no perderlo en la pantallita, pues el zoom,
con solo aumentas hasta cinco veces, puede finalizar apuntando a cualquier otra
rama de colores parecidos y hacer difícil la tarea de hallarlo para disparar la
foto. Tras otros intentos fallidos, concluyo que no me puedo aproximar a más de
cierta distancia, que quizás podrían ser unos diez metros, pues entonces ya se
va. Decido tomar primero una foto desde más lejos, con todo lo que dé el zoom,
incluyendo la parte del zoom digital, que agrega unos 3x más. Aunque sean de
mentiras, se ve bonito tener bien enmarcado el animal en la foto y no tener que
sacarle tanto tiempo después a la edición de la imagen. Pero sin trípode, la siguiente
dificultad es ahora que no me tiemble el pulso. Con el 8x de aumento que tengo,
cualquier leve movimiento del brazo o la muñeca daña la foto. En una hora fui
capaz de tomar tres fotos aceptables y me quedé tan contento. Seguí acercándome
a donde Ciro y su hijo están pescando nicuros. Estuve en la pesca del primero.
Pero no insistí en pescar. No soy experto. Al final de la tarde ya lo haría, cuando tuvieran su tarea completada y tuvieran paciencia de explicarme y mostrarme cómo se debe hacer. Pero esa historia la conté ya y la elipsis está ya muy larga. No había contado sin embargo que esa tarde la pesca fueron once peces, tres fotos de Martín Pescador, algunas de loros y otras tres de micos churucos, que iban de paseo por la otra orilla al caer la tarde mientras pescábamos. Me parecieron más difíciles que los pájaros.
Ha mejorado mucho la tecnología al respecto, pero mi coordinación, mano, ojo, intuición, no es tan ágil aún para conseguir siquiera una buena foto. Es mejor la pesca a pié, metido entre el agua en alguna playa de piedra, luchando contra la corriente porque no lo haga a uno perder el equilibrio y lo tumbe dañando definitivamente el desecho de cámara que solo prende cuando a ella le gusta, y obligándome a comprar otra o a definitivamente y claudicar con la imagen, para quedarme en la narración. Mis amigos me criticaran por seguir viviendo en el siglo XIX. El XXI no dejará tiempo para leer, solo para ver; no para tratar de entender, solo para sentir. Pues yo en este momento escribo y siento. Ansío que en algún momento de la lectura, usted deje de entender y sienta algo también. Ahora estoy ligeramente agazapado para sostener el equilibrio dentro del agua, la corriente no está fuerte aquí pues el rio Losada se ensancha por aquí y tiene menos de 30 centímetros de profundidad donde estoy ahora y quizás un metro veinte centímetros en la parte más caudalosa, a unos tres metros delante de mí.
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Pero no insistí en pescar. No soy experto. Al final de la tarde ya lo haría, cuando tuvieran su tarea completada y tuvieran paciencia de explicarme y mostrarme cómo se debe hacer. Pero esa historia la conté ya y la elipsis está ya muy larga. No había contado sin embargo que esa tarde la pesca fueron once peces, tres fotos de Martín Pescador, algunas de loros y otras tres de micos churucos, que iban de paseo por la otra orilla al caer la tarde mientras pescábamos. Me parecieron más difíciles que los pájaros.
La presa principal para los concursantes en el viaje hacia
don Nepo no eran ni los Martín Pescador, sino los caimanes. Presa menor fueron
las tortugas charapas, que ha esa hora de la mañana salían a tomar el sol en
cualquier palo o piedra que sobresalga del rio, cerca de las orillas. En uno de
esos palos, el cuerpo de un caimán inmenso reposaba en una postura poco
corriente, tenía la cabeza y la cola sumergidas; solo sobresalía el lomo por
fuera del agua. Fuimos concluyendo que estaba muerto. Ante el ruido del motor,
alguien dio una explicación que no conseguí escuchar. No le di importancia,
estaba extasiado contemplando todo, la escena nos incluía a nosotros. Investigadores
locales rumbo a una misión artística, emocionados capturando imágenes,
charlando poco la verdad, lo poco que el ruido del motor y del agua -partiéndose
delante de nosotros- permitían.
Al dejar el rio Guayabero y comenzar a remontar el caño que
conduce a la casa de don Nepo los caimanes, las tortugas y las iguanas quedan
más al alcance de las cámaras. Así que fue la fiesta de las imágenes fallidas. –Ah!
Se me perdió… –Acércate, acércate, acércate… –Otro poquito, otro poquito… –Allá,
allá, en la playita… –Mírelo, mírelo, mírelo… Divertido, comenté en algún momento
que me parecía como si los caimanes se lanzaran al agua apenas nos veían para
acompañarnos y nadar con nosotros, venían a darnos la bienvenida. Ciro,
tratando de descifrarme, sonriente, dijo: –Me gusta su interpretación.
Al llegar al sitio de desembarque, mientras bajábamos las
maletas y las sacábamos de las bolsas de basura en que las habíamos echado para
protegerlas, agradecimos la acertada decisión de no haber traído una planta
eléctrica que en algún momento Ciro pensó incluir entre los materiales de la
expedición. El peso del mercado que llevábamos para don Nepo y para comer nosotros
estos tres días podía pasar tranquilamente las cinco arrobas. Para poder
registrarlo todo, cargamos al máximo todos los aparatos eléctricos que
llevábamos y había una cámara alternativa, en caso de que la de Ciro consumiera
toda su batería. Era la de Marisol, menos resolución, más una cámara de
fotografía que de video, pero llevábamos suficientes memorias SD como para
grabar con ella. El problema, para mí, no era ya de tipo técnico: mi cámara se
arregló sola a los diez minutos de bajarnos de la lancha. Entonces son los ríos,
pensé. No quieren que los fotografíe, pero la selva no tiene problemas conmigo.
¿Será que soy más de tierra que de agua? Alguna dinámica que hace años hacíamos
con los raperos y parceros de PazParce, invitaba a la gente a identificarse con
alguno de los cuatro elementos. Yo me sentía más tierra que cualquiera de los
otros. Ahora, que mi identidad indígena se ha venido consolidando, esto me
reforzaba en mi relación con la Pacha Mama. Reía para adentro con estas
elucubraciones esotéricas mientras tomaba fotos del grupo en marcha hacia el
destino de este desplazamiento.
El problema no iba a ser ahora técnico. Esto estaba
superado. En cambio, fue la interacción la que me impuso la barrera durante los
tres días que estuve en casa de don Nepo. En algún momento, procurando
anticiparse a las fotografías, que ya estaban comenzando, Ciro dijo: –Don Nepo,
¿cómo hacemos con lo de las fotos? ¿Podemos tomarnos fotos con usted y de la
casa?
–Ustedes verán… Usted ya sabe cómo es. –Sí, don Nepo, no
hay problema… Vino luego una sesión de fotos de cada uno con don Nepo, a la que
no fui capaz de sumarme. Don Nepo con Ciro, con los que vienen de la Casa de la
Cultura, con los que vienen de La Macarena, con las mujeres jóvenes, con cada
uno de nosotros, excepto los dos antropólogos. Lucas, quien además es
religioso, y yo. Me sentí bicho raro, pero no tenía ganas de exotizarlo, al fin
y al cabo, se trataba simplemente de un hombre mayor que recibe la visita de
unos extraños. Esto justifica el cobro, del cual yo aún no estaba seguro. Y por
lo visto, él no tenía intención de parecer cínico con el hecho de que su foto
tenga precio. –Ustedes verán… Todos entendimos la idea, si bien no estaba claro
el monto. Ciro, nuestro representante en este caso, daba a entender que el
aspecto del monto era ya asunto resuelto. ¿Por qué no podía yo fresquearme?
¿Por qué no Lucas? Luego supe que tampoco Marisol quiso tomarse fotos con él.
El consenso habitual generado entre antropólogos críticos y autocríticos del
siglo XX es que la intromisión sin permiso no debería tener lugar en un
contexto postcolonial. Las relaciones deberían ser equitativas y nada puede
hacer el investigador externo si las comunidades –incluidas las comunidades
étnicas- no lo han invitado. Lo menos peor cuando los externos hacen
investigación siguiendo objetivos externos es por lo menos pagar para disminuir
los efectos molestos de la intromisión. Sin embargo, la relación se ha
naturalizado y se da por hecho que todo el mundo estaría dispuesto a dejar que
se le metan en su vida privada si le dan dinero. Este parecía ser nuestro caso.
Sin embargo, la motivación de la creación artística bien valía la pena. La
transacción estaba justificada y don Nepo se notó contento con el acuerdo. Tres
personas, sin embargo, no nos animamos a tomarnos fotos con él, al menos por el
primer día de los tres que estuvimos allí.
Una parte de mí siente un poco de lástima por ser tan
mojigato en este aspecto, pues me terminé dando cuenta de que don Nepo está
bastante habituado a las cámaras. No solo está el video que vi varias veces en
este viaje –Le dernier Tinigua, de Yves Billon-, sino también otros dos
documentales más recientes por realizadores al parecer extranjeros (los apellidos podrían despistar pero no he tenido tiempo de averiguar de donde es el ) y que están
subidos en youtube. Son La sombra del Guayabero, de Jean Paul Simard (financiado por la gobernación del Meta, la voz un poco lastimera), y La última palabra de Juan Pablo Tobal (de Córdoba, Argentina). Incluso videos cortos de pocos minutos están subidos allí,
mostrando no solo a don Nepo, sino también al chofer de nuestra lancha, amigo
de don Nepo desde hace más de 40 años.
He llegado a la conclusión de que don Nepo -o don Sixto Muñoz-, pues es inútil ocultar ya su identidad, es realmente una celebridad y que está más acostumbrado a las cámaras que mis amigas actrices y amigos actores de Cali, Bogotá o Manizales. Es tal vez la persona viva que conozco que más ha salido por todo tipo de pantallas, y lo ha hecho sin más pretensión que representar a su gente. Nuestra misión como grupo de investigadores, paseadores, turistas culturales... como lo queramos llamar fue corresponder a esta voluntad de no desaparecer de la memoria, escondida en un cuerpo sencillo que nos enseñó a apuntar con arco y flecha (muy a lugar, luego de que mi amigo Ciro perdiera su pistola neumática de pesca justo tres días antes); también a bailar los pasos de 15 animales. Por él reconozco la diferencia entre la mata de yuca y la de yuca brava, y en lugar de tomarme una foto con él llevo el recuerdo de haberlo acompañado al otro lado de su laguna, a la otra mitad de su territorio, el que él fundó, como colono, no solo como indígena, sin tomar fotos, solo preguntando y opinando sobre cuáles racimos estaban más listos para llevar. Verificó que una mata de plátano estaba siendo atacada por una plaga de chizas que se le comen el tronco. Me dijo que estas no son las buenas para comer, las que se comen son más grandes y crecen en otra clase de palma. Uno de los visitantes fue quien le indicó de la plaga que estaba atacando al plátano por esta época. También algo material traje de allí: tres kilogramos de mañoco, acidito, fresco, suave, la farinha que quién sabe hace cuanto aprendió a hacer y que lo sostiene a sus más de 80 años fuerte, sonriente, lleno de conocimientos. Regalé un poco de esta farinha a mis tres benefactores en Sibundoy, contándoles de dónde venía y me guarde un poquito para mí. Para que cuando sea viejo también me ayude a conservar la memoria que me corresponda transmitir a mí.
He llegado a la conclusión de que don Nepo -o don Sixto Muñoz-, pues es inútil ocultar ya su identidad, es realmente una celebridad y que está más acostumbrado a las cámaras que mis amigas actrices y amigos actores de Cali, Bogotá o Manizales. Es tal vez la persona viva que conozco que más ha salido por todo tipo de pantallas, y lo ha hecho sin más pretensión que representar a su gente. Nuestra misión como grupo de investigadores, paseadores, turistas culturales... como lo queramos llamar fue corresponder a esta voluntad de no desaparecer de la memoria, escondida en un cuerpo sencillo que nos enseñó a apuntar con arco y flecha (muy a lugar, luego de que mi amigo Ciro perdiera su pistola neumática de pesca justo tres días antes); también a bailar los pasos de 15 animales. Por él reconozco la diferencia entre la mata de yuca y la de yuca brava, y en lugar de tomarme una foto con él llevo el recuerdo de haberlo acompañado al otro lado de su laguna, a la otra mitad de su territorio, el que él fundó, como colono, no solo como indígena, sin tomar fotos, solo preguntando y opinando sobre cuáles racimos estaban más listos para llevar. Verificó que una mata de plátano estaba siendo atacada por una plaga de chizas que se le comen el tronco. Me dijo que estas no son las buenas para comer, las que se comen son más grandes y crecen en otra clase de palma. Uno de los visitantes fue quien le indicó de la plaga que estaba atacando al plátano por esta época. También algo material traje de allí: tres kilogramos de mañoco, acidito, fresco, suave, la farinha que quién sabe hace cuanto aprendió a hacer y que lo sostiene a sus más de 80 años fuerte, sonriente, lleno de conocimientos. Regalé un poco de esta farinha a mis tres benefactores en Sibundoy, contándoles de dónde venía y me guarde un poquito para mí. Para que cuando sea viejo también me ayude a conservar la memoria que me corresponda transmitir a mí.
Tao vez si, eres tierra, arraigo.... gracias negro, espero con ansia la siguiente narración. Un beso desde el río.
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