jueves, 29 de enero de 2015

El remedio y lo espiritual que queda en mí


Ninguna certeza previa de que el yagé me ayudaría. Marisol me había dicho en el camino de regreso de La Macarena que ella lo tomó hace años y que no le hizo nada, pero a su marido sí le generó un impacto fuerte. Una amiga antropóloga hace años presentó una ponencia en el Congreso Latinoamericano de Sociología de Buenos Aires (ALAS 2010) sobre los yageceros internacionales, en la que comentaba, entre otras cosas que había tomado yagé con el acompañamiento ritual y sin el acompañamiento ritual, y que solo en el primer caso le había generado algo. Una amiga teatrera de Cali hace poco había tomado yagé en Colón (uno de los cuatro municipios del valle del Sibundoy, los otros son Sibundoy, Santiago y San Francisco) y, si bien no le había dejado un mensaje muy claro, sentía que la había sanado y que le ayudaba a organizar su vida un poco... incluso, una columna de El Espectador, reciente, de un ingeniero, explicaba que su vida se había organizado mejor desde que él entró en la onda del yagé. Mis recuerdos más antiguos me remontaban a mis tiempos de estudiantes de antropología, cuando dí con los estudios de Josep Fericgla, de la Universidad de Valencia, quien había desarrollado algunas teorías sobre el uso de "enteógenos" como llamó a la familia de sustancias medicinales de diferentes culturas que conectaban a las personas con una percepción integrada de diferentes dimensiones de la realidad, para ayudarlas a dar pasos o protagonizar cambios radicales e importantes en sus vidas. Él tenía la teoría de que el meollo del asunto era la percepción de cercanía de la muerte que podía ser propiciada en circunstancias rituales por el yagé. También recordaba algún escrito de Michael Taussig en donde hablaba de las relaciones entre los chamanes indígenas del sur del país -obviamente también el yagé- y los poderes económicos de la región, especialmente en Cali, cuestionando que si bien parecía haber en esta práctica una forma de resistencia, se negaba a sí misma al ponerse en escena de esta manera, cuando la magia juega en favor de los opresores, es decir, los terratenientes que con su dinero la compran. Bueno, en todo caso, al final se doblegan así sea simbólicamente, ante el taita o ante el shamán.


Alguno de los primeros días de mi viaje, llamé a Silvia, estudiante de la universidad, indígena de la región, con quien siento bastante cercanía, resultado de un semestre excelente en una materia que di hace un tiempo, y a una emotiva salida académica en dicha asignatura. Le dije que tenía pensado pasar por el valle de Sibundoy y le pedí orientación al respecto. Ella inmediatamente me ofreció hospedarme en su casa y no preguntó nada más. Fue solo el día que llegué, tras dos días de viaje desde La Macarena, por la ruta San Vicente del Caguán - Florencia (noche ahí) - Pitalito - Mocoa - Sibundoy, cuando ella me preguntó si yo tenía en mis planes tomar el remedio, una de la formas más frecuentes de referirse al yagé. Me lo preguntó cauta, casi disculpándose por preguntar, pues para ella esto es algo muy personal. Igual yo, lo último que me imaginaba era salir de la toma a gritar a los cuatro vientos lo que había hecho y cómo había sido  y que increible, etc., etc. Pero admito que finalmente, al escribirlo aquí, algo de eso hay. 

Igual que en las entradas anteriores, el ponerse como ejemplo etnográfico es también narcisista, quisiera decir quijotesco en un sentido no heróico. El registro sincero da para salir más como antihéroe que como héroe. En mi caso, anuncio lo que sería consecuente -incluso épico- hacer, pero luego no lo hago. Por ejemplo, en la Macarena, me parecía inapropiado tomar fotos, por respeto a un anciano, y sin embargo, descubrí luego que su imagen aparecía en dos fotos de mi cámara, y su nieta -Sonia (nombre ficticio)- en otras tres. Más aún, pensé para mis adentros que ni tomaría fotos, ni pagaría un aporte por el derecho a tomarlas. Mi recuerdo debería ser como mucho el mañoco que le compré a don Sixto el último día. Pero cuando se aproximó Elías, pidiendo la contribución, saqué mi billetera y puse 20.000 pesos, con pesar por no haber tomado fotos. Lucas -el antropólogo religioso- me la montó en ese momento recordándome que me había visto tomar fotos a Sonia (realmente, al grupo, en que se incluía ella) cuando fuimos a buscar conexión de celular en un punto a menos de un kilómetro de la casa. 


Pensé que estaba regalando ese dinero, así que estuve pensando a lo largo de todo el viaje de regreso, en el momento en que podría copiar las fotos y grabaciones que los demás hicieron, pero ese momento no llegó. Una vez estuve en San Vicente del Caguán, ya tarde, el sábado 17, me quedaba tan poquito tiempo, que solo me pude duchar y salir corriendo a tomar un bus rumbo a Florencia. No solo había faltado a mis principios tomando fotos, sino también pagado por ello, y no había sido plenamente consciente de ello. Recuerdo, sí, que en una foto fui consciente. Cuando estabamos aprendiendo a lanzar flechas con el arco de don Sixto, para poder algún día pescar o cazar como él. Le entendí que él pesca así, pero su hermano Kiterio, quien murió escondido en algún lugar más arriba en la selva de La Macarena, hace menos de una década, cazaba cajuches (jabalíes) y otros animales pequeños. Ese día, una vez Ciro y yo quedamos satisfechos de más o menos conseguirlo con algo de acierto (él más que yo, la verdad, será porque tiene el mismo apellido de don Sixto... lo ibamos a declarar como "el próximo tinigua", el heredero...), Cintia tomó el arco y la flecha para intentarlo. Quise fotografiarla y ví que don Sixto estaba detrás. Pensé, mejor que no salga, que no salga, pero la muñeca jaló sola, un poco, un poquito... y saz! en la foto quedó don Sixto en la esquinita derecha. Lo supe y me dije para mí mismo: -fue sin intención. Pero quedó bien en esa foto el viejo. Le tomé cariño en poco tiempo, creo que especialmente por su forma de reír, de reírse de nosotros. Pero sobre lo que dije en la entrada anterior que parecía una postura ética sobre el manejo de las imágenes de los otros, realmente no lo cumplí, no fui consecuente.


Tampoco estoy siendo consecuente ahora mientras narro mis experiencias en Sibundoy. Pero en otro sentido, quizás lo soy demasiado. El caso es que le dije a Silvia que sí, que estaba interesado y que era una de los razones por las que había venido. Esto era verdad, cuando imaginé el viaje completo, con la idea de buscar mi propio camino ahora que ando solo y que comienzo a ser consciente de la oportunidad que ello representa, para encontrarme, para desarrollarme en libertad, como yerba mala, la etapa final la pensaba pasando por Sibundoy con la posibilidad de que la toma de yagé me ayudara a asentar experiencias, sentimientos, aprendizajes no solo del viaje, sino del tiempo de cambios fuertes que fue el año pasado. Sé que las expectativas depositadas influyen en si el yage ayuda o no. En el fondo lo consideraba una forma de oración más libre que la que practique por mucho tiempo mientras estuve más en el mundo de lo comunitario católico, ecuménico, religioso. Ya que me gusta presumir de hereje, la toma del yagé y el depositar mi confianza en él, es una manifestación de esta herejía por construir. Algo hay en ella en el considerarme un buenhombre a la manera de los cátaros del siglo XIII y XIV, pero me he venido sintiendo tierra hace tiempo, y el fundirme en ella es una imagen poderosa cuando pienso en un lado espiritual o trascendente, que no está para nada en el elemento aire, sino en las raices de las matas, entre las uñas de las manos y los pies cuando se llenan de tierra. Literalmente, la tierra es el espíritu que no se separa de lo material, y yo tampoco. Algo relacionado con esto quería sentir.

No hubo necesidad de esperar a la toma de yagé. Mi anfitriona se esmeró en facilitarme todo sin agobiarme con exceso de propuestas que no alcanzáramos a cumplir. Lo de la toma de yagé lo fue resolviendo rápido. Llamó al taita Juan (nombre ficticio), quien es al parecer la persona más de confianza de la familia.En cuanto a la conexión con la tierra, la mía en Sibundoy se me reveló en dos síntomas muy fuertes de mi conexión con ella. El primero fue la vegetación y el aspecto de todo el valle del Sibundoy, ¡tan parecido a la sabana de Bogotá! También tengo grabada la imagen del árbol borrachero. Alguna vez mi abuela materna arreglando una cerca con el árbol de borrachero se sintió mareada y se asustó. Contaba esa historia como si se tratara de algo muy peligroso que le había pasado, una aventura de campo que yo recibía con una sensación de misterio que me hacía reconocer algo mágico en esas formas retorcidas y nudosas de los tallos del borrachero. Muchas veces he pensado cómo será comerse una curuba de ese árbol que generalmente llama la atención cuando está florido. Es un árbol hermoso. Pues de este árbol sembramos más de diez en la tarde de mi tercer día en el valle de Sibundoy, en la finca de Lucho y Bárbara, en las afueras del municipio de Colón.


La atracción de esta finca son las aguas termales. Pero no son piscinas, sino charcos gigantes, pantanos de agua tibia, medicinal, en los que antaño se enterraba el ganado de las fincas vecinas. Los dueños tenían estos pantanos como un grave mal que no hallaban como eliminar. La llegada de Lucho aquí, en su propio relato, estuvo determinada por la sensación de una conexión cósmica, espiritual con este lugar, con las fuerzas, energías que el subsuelo libera aquí en forma de calor. Todo el valle del Sibundoy está sobre un volcán antiguo, las fisuras profundas generan calor que sube aquí cerca de la superficie y calienta el agua. Cerca de su finca habíamos visto una zona de balneario con piscina de aguas termales muy visible, aviso grande, negocios de venta de comida que en este día y a esta hora estaban todos cerrados. En fin de semana, familias enteras vienen a pasar el día calienticos, curándose y divirtiéndose en estas piscinas termales. Sin embargo, ante la promesa de algo más discreto, no me detuve a anotar detalles, ni me fijé en el nombre del negocio. 

Ahora estábamos en la parte de arriba de una estructura de madera destinada a convertirse en una casa, habíamos subido por una escalera externa, de caracol, de escalones redondos de diferentes alturas, sin baranda por el lado, pero con una guadua alta clavada al lado de la parte más alta, como para ayudar a quien estuviera ya llegando y le estuviera comenzando la sensación de vértigo, a no caerse. Estábamos almorzando luego de la tarea de la siembra. Habíamos escuchado a Lucho, recién cuando llegamos, contar su historia reciente a un grupo de hombres y mujeres jóvenes, visitantes y voluntarios, la mayoría mujeres norteamericanas, así que nosotros éramos en este caso el grupo local. Me sentí complacido de hacer parte de una familia local. Había comenzado a hacer buenas migas con José, un hermano menor de Silvia, quizás de unos 15 años, quien me había acompañado la tarde anterior a comprar ingredientes para el sudado con quinua que preparé para la comida (cena). Él caminaba a mi lado provisto de su celular de pantalla táctil, más moderno que el mío, unos audífonos, por los que escuchaba a un grupo de rap. Le pregunté el nombre del grupo (lo siento, ya lo olvidé, no tomé notas rápido y se me esfumó), hablamos corto, pensé que era un joven tímido, pero ahora, luego de sembrar juntos, en la perspectiva de meternos a los pantanos de barro termal, idea que notablemente lo emocionaba, y habiéndolo escuchado decir por el camino hasta aquí que quería volverse hippie, iba yo concluyendo que mi primera impresión era errónea. Le habíamos tomado del pelo sobre su idea de hacerse hippie, pretendiendo ponerle pruebas ridículas que ya olvidé... Daniel, quien sigue en edad a José entre los hermanos de Silvia estaba también contento, pero no tan decidido. Nos acompañaba tambien Sara, la mamá. ¡Caramba! ¡acabo de caer en cuenta que yo era el papá entonces! Pero la verdad me sentía como un hermano. Sí. Este rol familiar era más preciso. Yo era su invitado que venía de lejos, quizás pasaba por el hermano perdido de Sara, la mamá. Cualquier cosa, menos pasar por turista, aunque soy consciente de que también lo era.

Habíamos sembrado plantas plantas aromáticas y algunos árboles pequeños, siguiendo una indicación imprecisa de ponerlos donde hubiera espacio. por donde parecía ser la parte de la estructura destinada a tener la entrada principal. Había un camino de unos veinte metros que llegaba a un estanque-pantano, modificado por las manos de voluntarios anteriores a nosotros y las de Lucho y Bárbara, y posiblemente un poco también por las de Luna, hija de él, de unos diez años, una niña despierta supersociable, adorable. La forma de anillo de este estanque, con un diámetro de unos 25 metros, con una isla circular en el centro, daba una impresión esotérica o mágica, que se reforzaba con los árboles recién sembrados alrededor. Sentía yo pena de no conocer el nombre de ninguna de las plantas que había sembradas allí, excepto algunas matas minúsculas de maíz de menos de diez centímetros de altura, que conseguían escapar milagrosamente de las pisadas de tanto voluntario o voluntaria desprevenido, como pasa por allí, como nosotros mismos. La otra única mata que conocía es el borrachero, gracias a la historia de mi abuela, y a múltiples otros momentos de la vida en que había vuelto a ver borracheros.

En el hotel de Copacabana, al lado del lago Titicaca donde nos quedamos en el 2012 con Antonia había un borrachero florido hermoso, pero no era de flores blancas, sino rosadas. Ahora recién llegando a casa de Silvia, el primer día allí, también había visto borracheros y ella me había hecho ver que desde el balcón de su habitación se veían tres variedades diferentes a lo largo de las cercas de los potreros y las chagras vecinas. Esta mata fue proscrita en la sabana de Bogotá y no es tan común encontrarla cerca de las casas. La razón es que de ella se saca la burundanga, o cacao sabanero, con la cual ladrones habilidosos son capaces de robar la voluntad de su víctima y conseguir que se haga acompañar sin oposición en los llamados paseos millonarios. Pero aquí, al sur de Colombia, esta es aún una planta protectora. Por eso Lucho quería que su lago principal, en forma de anillo, fuera el lago de los borracheros. Un lugar que concentre energías antiguas y profundas, que las invoque para que cualquier proyecto que se haga aquí sea próspero, y para que los enemigos se sientan vencidos tan siquiera piensen en acercarse o hacer daño.


Habíamos plantado árboles, algunos curubos, aromáticas, maíz, habíamos movido pedazos de troncos de un árbol que alguna vez tumbaron y que ahora, humedecidos por el ambiente, pesaban como piedras. Así fuera arrastrándolos los habíamos llevado y los habíamos acomodado por debajo de la estructura destinada a ser casa. Estábamos cansados y ahora estábamos almorzando. Los amigos de Bárbara y Lucho habían traido comida preparada desde su casa, en la cabecera municipal, en Colón. Era comida bien preparada, no ACPM (arroz, carne, papa, maduro), ni comida típica para tobreros del campo. El arroz era de un tono oscuro y con aroma (no recuero ahora si era integral, probablemente sí), resaltaban los pepinos rellenos (que en algunas partes llaman cohombros), que aquí se llaman archuchas, pero el relleno era vegetal, con base de puré de papa. Estaba delicioso. Pero lo que más se quedó en mi memoria (seguro también en las demás memorias presentes allí), fue el postre: fresas y uchuvas ¡en baño de chocolate! Con pena, los más extrovertidos demoraron tiempo en abalanzarse sobre los platos donde quedaban las últimas, pegadas al plato por el dulce baño, ahora frio y solidificado. Cuando acabamos de comer apenas nos quedaban 20 minutos de baño termal en el pantanito de más atrás, el más calientico. Lucho ya nos había explicado que las corrientes calientes se sienten bajo el agua y que hay que buscarlas con los pies. ¡Era con precisión lo que sentíamos ahora! Con José jugábamos a estar más cochino el uno o el otro, metiéndonos tierra en las orejas, sumergiéndonos en el pantano, metiéndonos tierra en la boca y dejándola escurrir hacia afuera, haciendo la típica mascarilla, clavándonos de cabeza para buscar las corrientes calientes con las manos. Finalmente sacamos un poco de tierra medicinal en una bolsa para Silvia y Sara, que pensaban hacer un emplasto.

La ducha fue tan rápida, que los últimos pegotes de tierra en mis orejas me los saqué cinco días después en Manizales. Ahora, que me sentía sanado por este baño, más cerca de las profundidades de la tierra, estaba listo para finalizar mi curación en casa del taita Juan.

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