En el comienzo del viaje, Bogotá es el
único lugar donde no tuve que esperar para subir al bus. Por una
costumbre que no logro dominar, tengo la habilidad de llegar a última
hora a todos los transportes cuando me tengo que ir. En el 2014 perdí
el avión una vez, en el 2013 otra. En esta ocasión, estuvo digna mi
llegada. Solo cinco minutos antes de la salida del bus: 4:25 p.m. El
susto era por el posible tráfico imposible de la ciudad, pero el 26
de diciembre todo estaba libre e inesperadamente me sobró tiempo.
El plan era prácticamente directo a
Nabusimake. Pedro no había respondido a mis mensajes, ni a mis
llamadas. Al subirme al bus creé un grupo en whatsapp con los
amigos comunes de la época de estudiantes: Fercho, Kennedy y
Samantha, y les pedí que me facilitaran teléfonos de Pedro. Pero
ninguno tenía. Fercho, sin embargo, agregó a Fátima y ella me pasó
el número que tenía, que era diferente del que yo tenía, al que
había llamado. Pero tampoco en el de ella me contesto nadie. Así
que la decisión estaba tomada, iría lo más directo que pudiera.
Aparte de la decisión de encontrar a
mi amigo, se sabe que Nabusimake es un lugar de peregrinación
espiritual. Desde cuando en 1984 los Mamos expulsaron a los Padres Capuchinos que se “encargaron” de la educación a lo largo del
siglo XX, con métodos antipedagógicos, autoritarios y abusivos, artesanos, esotéricos y viajeros de aventuras han ido a pagar alguna promesa relacionada con búsquedas espirituales alternativas. En los años 90 del siglo XX, cuando yo estudiaba antropología algún documental aparecía de vez en cuando, Reichel Dolmatoff y Serankua eran parte del vocabulario de la época, que he ido perdiendo a medida que me alejé de la práctica etnográfica entre indígenas para la que supuestamente alguna vez me preparé.
El turno para mi promesa era el de la que le hice a Pedro un día, de irlo a visitar a la Sierra. Aún estaba yo con Antonia, y lo llegamos a comentar y pensamos planearlo, pero se cambió a última hora por alguna oportunidad laboral que la llevó a ella fuera del país, y a mí a visitarla en vacaciones. Ahora que me corresponde peregrinar para encontrarme, la Sierra Nevada de Santa Marta, y su capital indígena -Nabusimake- cuya carretera de entrada los Mamos han demorado en arreglar con el fin de demorar la entrada masiva del turismo, cuyos efectos podrían ser peores que los de casi un siglo de Padres Capuchinos. Pedro me dijo entonces: -Venga! Que alguna cosa lo ponemos a hacer! Así sea a enseñar matemáticas! Otra vez habíamos hablado y me contó que trabajaba en Valledupar, pero que para fin de año iba a visitar a sus padres. Así que había probabilidades de encontrarlo en esa ciudad mítica.
Todo esto pensaba mientras viajaba, y dormí más o menos bien, pues el viaje toma 16 horas! A las 10 p.m. el bus paró en un parador ubicado en lugar indeterminado, pues solo me levanté, sonambulé en una fila para tomarme una sopa de menudo mientras veía a la gente pedir más papitas fritas, más salsas, menos de eso, más de no se qué, demorando horriblemente la fila y buscando por dónde colarse, como es la tradición, contra cualquier atisbo de interés general. Comí semienfadado pensando en otras cosas y me subí rápido al bus a seguir durmiendo. Desperté temprano, creyendo ver la punta de los picos Colón y Bolívar al descubierto, pero el bus cambió de ubicación y yo no me moví para tomar foto, pues no era clara, y la visión muy corta. Cuando pasamos por Codazzi, como a las 7 a.m. ya parecía que estábamos llegando y todos los pasajeros impacientes comentábamos sobre el hecho de llegar. Hubo otro pueblo, o poblado, o caserío, cuyo nombre no recuerdo, lugares donde la gente bajó cuyos nombres olvidé. Una valla gigante en una desviación que aludía a la EPS indígena más grande de la región: -Dusakawi-, y que luego me enteré, es el lugar por donde se entra para Pueblo Bello.
Finalmente, Valledupar. A las 8:30 a.m. Rápidamente a entender la estructura y disposición de espacios del terminal y hallar el lugar de donde salen las camionetas o camperos para Pueblo Bello. Me tomó cosa de cinco minutos dar con el lugar, luego de vacilar brevemente sobre el lugar en el terminal y preguntar en dos lugares. El aviso de la empresa que va a Pueblo Bello no está en la parte de arriba de la ventanilla donde atienden, sino más arriba, como si se tratara solo de una propaganda, pero la empresa no tuviera ventanilla allí. Me di cuenta de esto luego de preguntar, pues en una sala pequeña de Berlinas (otra empresa que hay en la costa), me indicaron con el índice el lugar. Allí me acababan de decir que no tenía que pagar aún, que ellos llamaban al carro y que este se demoraba un poquito en llegar, que tuviera paciencia...
A las 9:30 de la mañana, al no llegar el carro prometido aún, compré El Heraldo (diario de Barranquilla) y unos panes de los que venden por las mañanas en unos canastos cubiertos con una manta. El señor que me lo vendió llevaba un carrito adaptado con el canasto y la manta encima. Al recibir mi dinero se echó la bendición, así que le dije: -Aquí te pasó la suerte-. El hombre pronunció un agradecimiento que no le entendí, pero sonó como de un fondo hondo, sincero y me conmoví. Al sentarme sentí que tenía un poder especial de traer la suerte a quienes se me acercan y que ya era hora de ser conciente de ello, que estoy aquí para hacer el bien. Sensación edificante para el inicio de una peregrinación interior, pero viajera. Pensé también que este tipo de peregrinación era consecuente con la noción jesuíta, ignaciana, de "interpretar los signos de los tiempos", "contemplación en la acción" y me sentí mal de reconocer una vez más esta lejana y odiosa influencia. No se lo diría a Pedro, o se lo diría en borrachera o risotada, como cuando le dije alguna vez que iría a su pueblo a "evangelizar unos indios". Herejías mías. Otro gesto espiritual de la espera fue dejar el periódico, ya leido a dos sillas de distancia, no sin antes recortar la página donde vi una nota que me llamó la atención, titulada algo así como: "La historia que García Marquez nunca supo", de una escritora costeña que contaba las andanzas del nobel con sus amigos por la costa escuchando y echando cuento (Ruiz-Navarro, 27/12/2014), para regalarlo a alquien que lo pudiera apreciar. Quince minutos después dos muchachos que pasaban por allí para hacer un trabajo de carga para acarreo, llegando temprano se sentaron y comentaron que qué hacían. Uno de ellos repartió el periódico para los dos y le dijo: -Mira! Hay un periódico! Aquí podemos leer...- De nuevo subí al cielo. El viaje comenzaba en espera, pero lleno de riqueza. Si encontrara todo rápido y fácil, no conseguiría el poderío que sentí esa mañana, cuando me alistaba para la hazaña de la búsqueda de Pedro.
La señora que estaba detrás de la ventanilla de la empresa cuyo nombre no me acuerdo, debajo del aviso de propaganda de CotransNevada, me hizo un silbidito y un gesto para indicarme que ya había llegado el carro. Yo me subí en una camioneta climatizada grande, como de 15 puestos y vidrios semipolarizados y pregunté por si acaso: -Pueblo Bello?-, con un gesto negaron todos a la vez, así que me bajé y fui a preguntar en una camioneta vieja, parecida a un Fiat de los años 80, pero quizás más alta. No reparé en la marca. Hace años que no reparo en las marcas de los carros, ni en sus características. A veces siento vergüenza de no recordar las marcas de los carros de mis amigos. Entonces me doy cuenta que construí mi identidad en los años 90 en oposición a los carros y la moda. Hoy no sé reconocer nada. En general, esto no me perturba, pero alguna vez he querido dar indicaciones a terceros sobre como encontrarse con amigos mios que los van a recoger, y no sé decir qué marca son los carros! Terrible! Pero ya ni modo.
Fue una camioneta pequeña, de cinco puestos y cola corta, roja, ligeramente destartalada, sin escudo de ninguna empresa. Pero aceleraba lo suficiente como para hacer vomitar a dos niños que iban sentados en el puesto de atrás. El viaje duró una hora, quizás algo más. Paramos brevemente en un lugar de la carretera secundaria, ya apartados de la carretera principal, por el lugar donde había visto el aviso de Dusakawi; era un lugar donde una valla anunciaba unas obras en la vereda o sector en que estábamos, como a mitad de camino entre la carretera principal y Pueblo Bello, pero olvidé el nombre. Allí el conductor pidió un tinto y lo llevó al carro, para beberlo mientras manejaba, sacando el pocillo de plástico por la ventana, como en actitud de placer, manejar es tan placentero que me quemo la mano con los saltos de la subida al terraplen de este puente metálico y no me importa, estoy tomándome este tinto. Y al mismo tiempo de presumido, ¡mirá cómo manejo! Llegamos como para almorzar. De nuevo me asaltó la misma actitud que tuve por cinco minutos en el Terminal de Valledupar y traté de ubicarme rápidamente para intuir a quién preguntar.
El carro paró en las oficinas de la empresa, pintada de rojo la fachada, con una especie de hangar, parqueadero cubierto que normalmente no tiene más de un carro dentro. En cambio, tres grupos de sillas encadenadas permiten a los pasajeros que esperan no cansarse tanto. Un poco más adelante, y sobre el mismo lado de la calle sin aceras, como suele ser en pueblos pequeños de la costa, está una panadería sencilla, pero frecuentada. Al otro lado de la carretera que atraviesa el pueblo, diagonal, continuando hacia adelante, vi un restaurante de comida sencilla, lleno de indígenas arhuacos. Esto es más evidente aquí que en cualquier otra parte, pues la ropa de los indígenas de la Sierra es de las más bonitas del país. Y el pueblo, literalmente estaba lleno de ellos. Unos estaban de pié esperando a alguien o a algo en la calle, o negociando entre sí o con otras personas, o entrando en los negocios a lo largo de la calle... pero donde más había era en este restaurante. Lo que vendían en ese momento era una sopa de menudencias más clarita que la que me comí de cena la noche anterior. Pero ya estaba resuelto a sentarme allí y entablar conversación con alguien que me dijera si conocía a Pedro, a su familia, y por dónde y cómo subir a Nabusimake. Hace un momento acababa de averiguar que ya hoy no salían carros para Nabusimake, y que el expreso vale 200.000 pesos, yo llevaba en ese momento 90.000 pesos y no había ya cajeros donde retirar hasta que volviera a Valledupar. Había que buscar alternativas y, por otra parte, tras unos años de profesor, andar con poco dinero encima y sin opciones de tener el que necesitaba para hacer un camino fácil, me parecía de un placer indescriptible. ¿De dónde esta necesidad de hacer siempre lo más difícil? Ya Joan Manel me lo criticó delante de Antonia varias veces, al punto que esto se volvió uno de los dardos de ella durante el proceso de separación.
Una señora que arrullaba a un niño después del almuerzo, fue mi primera fuente de información. Me dijo que estaba muy lejos y que era mejor esperar hasta mañana porque hacía mucho sol. Insinué que tenía intención de salir a media tarde para no recibir el sol del mediodía. Ella me dijo que tenía que pedir permiso y me indicó que unos señores arhuacos, que estaban en la panadería de en frente me podían dar ese permiso. Pero en el curso de nuestra conversación ellos desaparecieron. Así que el despedirme de ella estuve buscando cualquier arhuaco que se viera mayor, para comentarle mi intención. El primero al que hablé estaba acompañado de dos niños y me preguntó que cómo iba a subir. Le dije que caminando. El tardó en entenderme un momentico pero como volviendo en sí dijo algo que interpreté como -Caminando?- con un gesto de sorpresa seguido de otro de "coja camino", y me pidió que le regalara algo. Yo llevaba unos dulces de tamarindo que compré desde el carro rojo en un semáforo a la salida de Valledupar, pensando en un presente para la familia de Pedro, pero los había abierto, había ofrecido uno a la señora del almuerzo y le dí los demás al señor, con un ademán de que le diera a los niños. Él quedó como pensando, y yo seguí caminando lamentándome de no haberle preguntado su nombre. Devolviéndome por la carretera por la que llegamos desde Valledupar.
Unas cuatro o tres cuadras más adelante, en una miscelanea pedí tijeras, aguja e hilo para reparar la maleta y poder cortar el nylon con el que planeaba hacer unas manillas en los ratos libres del viaje. Don Horacio, un señor mayor, de origen nortesantandereano, ocañero, que en su juventud vivió en Bogotá, década de 1950, fue mi guía definitivo antes de la salida. Me mostró el camino hacia Las Cajas, que era de travesía, no para carros, lo que me cautivó y me animó a tomar rumbo en mi peregrinación por ahí. Creo que aquí fue donde tomé conciencia de que alguna foto debía mostrar si quería comenzar un blog en serio. La tomé y la envié por whatsapp a algunos amigos en Manizales. Pero en los días siguientes la borré. Tengo estas otras. La primera es la primera que tomé, subiendo por el camino, a unos 15 minutos de Pueblo Bello. La segunda la tomé una hora más adelante, antes de apartarme del camino de Las Cajas cuando me pareció que estaba dando un rodeo innecesario, largo y con muucho peso a mis espaldas.
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Me esperaban horas de caminar y caminar. Salí un poco después de las 3 de la tarde.
Para hacerse un idea de cómo es Pueblo Bello, hay algunas imágenes subidas en youtube, subidas por la Gobernación del Departamento del Cesar, tituladas tal cual: Municipio de Pueblo Bello - Cesar.
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